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La última patrulla... "En la montaña todo es compañe



Capitulo 1





¿Qué demonios hago aquí?, me preguntaba aquella noche de invierno en la sierra de la gloria en Monclova, Coahuila. Hacía un intenso frío de que llegaba a los 12 grados centígrados bajo cero, tenía náuseas y me costaba respirar. Estaba a 2100 metros de altura sobre el nivel del mar en aquella región del norte de la república, y necesitaba de mucha valentía para salir del sleeping y ponerme de pie ante las inclemencias del frio de la región. Después de 20 años en operaciones militares y muchas experiencias agradables y algunas desagradables en diferentes lugares montañosos de México, me decidí a abandonar el confortable calor de mi tienda de campaña y me enfoqué en alcanzar el techo del estado de Coahuila. Hoy, treinta años después de haber iniciado mi vida senderista con los scouts del grupo 20 de Monclova, sigo escalando.

En aquel tiempo era joven, lleno de ilusiones y fantasías que giraban en torno a esta sierra tan espectacular y maravillosa y en algunos momentos de mi vida, trabajar en operaciones de montaña y con un equipo de soldados, era muy emocionante.


Recuerdo esa temporada de primavera, en la que murieron algunas personas, dos en la ruta de ascenso al volcán Iztaccíhuatl y dos en el pico de Orizaba. El conocer de esas muertes siempre me deja muy molesto, no entiendo nada, no comprendo que la gente no sea capaz de analizar cuando la situación se está tornando peligrosa y deben encontrar el momento de darse la vuelta, de regresar aun cuando no hayan logrado u objetivo. Y a todo ello se suma siempre mi frustración personal de que por mucho que yo quisiera ayudar, me encontraba por mucho, muy limitado y lejos de ellos. En esas situaciones todo se vuelve siempre demasiado lento y por más que nos esforzáramos, no llegaríamos a tiempo para ayudar, y no pudimos hacer nada.

En muchos de mis ascensos me he topado con gente que, a viva voz, como si estuviera en medio de un concierto hablando con sus amigos, se la pasan informando a todo el mundo por medio de sus radios, que han llegado ala cima. Hablan, sonríen, son felices, cuando no se si no se dan cuenta que, a su alrededor, muy cerca de ellos, ha muerto gente y la mayoría de las personas que se encuentran intentando los ismos ascensos, luchan por salvar a los que se van quedando, utilizando el material, los recursos con que van equipados, arriesgando su vida con tal de ayudar un poco...". Lamento mucho el tipo de personajes con que uno se topa cuando estas cosas suceden en la montaña.


Esa necesidad de protagonismo me decepciona y me enoja, pero gente así, mezquina, te la encuentras en todos los lugares del mundo y en diferentes situaciones de la vida. Cada uno de nosotros tiene valores y principios diferentes que nos fueron enseñados por nuestros padres y por nuestras sociedades. Menciono el caso anterior para explicar que en la montaña puedes encontrar todo tipo de personas, hay los que son unos tremendos aprovechados, otros que mientras tú caminas delante, abriendo camino, salen detrás de ti y se aprovechan del trabajo que tú y tu equipo hacen con esfuerzo y en el último momento, cuando tú ya estás agotado, te rebasan, pasan a tu lado sin preguntar cómo te sientes o si estás bien y llegan a la cumbre valiéndose del esfuerzo que han hecho ustedes, y tú no, tú en su situación, tomarías un respiro, esperarías a tu compañero de cordada, le aligerarías el peso de su mochila, lo tomarías por los hombros y le motivarías a continuar la marcha.


Esto me ha pasado.


Quiero en este momento desmentir la idea de que en la montaña todo es compañerismo.


En este punto solo puedo decir que la montaña saca lo mejor y lo peor de cada persona, ante situaciones extremas siempre afloran los instintos más primarios.

Sí, sobre todo en momentos donde te encuentras bajo mucha presión. Puedes estar tres meses durante los que todo va bien y no pasa nada, aunque haya alguna persona que esté maquillando su carácter. Pero cuando surge la tensión por el frío, el hambre, el miedo, entonces explota la auténtica personalidad y ese maquillaje desaparece.


Los comportamientos egoístas son una semilla que, si germina, acaba rompiendo un equipo. Cuanto más alto es el nivel de autoestima de una persona, más probabilidad hay de que trate a los otros con respeto, amabilidad y generosidad".


Para ser noble lo importante es que estés seguro de ti mismo, de lo que haces, que te aceptes. La gente que medita aprende a conocerse, a aceptarse, a gustarse, a partir de aquí transmite tranquilidad y no tiene miedo de que nadie le robe terreno.


En la montaña he aprendido lo importante que es la actitud, la manera en que te enfrentas a las circunstancias adversas. Hay situaciones en las que no puedes elegir, como cuando estás subiendo una cumbre y se hace de noche. Pero sí puedes elegir la actitud que adoptas y de eso depende que estés o no seguro de ti misma, que seas generoso y que tu equipo tenga las mejores posibilidades de continuar la ruta.


He aprendido que el coraje no es la ausencia de miedo, sino el triunfo sobre este. No es valiente quien no siente miedo, sino quien es capaz de vencer esta emoción.

Nelson Mandela


Nunca me han gustado los alimentos procesados, esos que viene como barras o geles energéticos. Ni en barra, ni en gel y, menos aún en forma de galleta. Aun así́, hoy, mientras desayuno en medio de la noche, estoy por acabar con todo el contenido de la caja. Poco a poco coy comiendo cada una de las galletas, una tras otra mientras calentaba un poco de agua para prepararme un té́ que me calentara el cuerpo. Al final de cuentas, esto es lo único que en este momento quiero comer.


A estas alturas, eso de desayunar es un decir, porque para continuar con las actividades en este hermoso lugar donde me encuentro, me he tenido que levantar a las cuatro de la madrugada y ahora, mientras me estoy sentado bajo la puerta de la tienda de campaña, es de noche aún. La oscuridad a mi alrededor es absoluta, eso, a pesar de que tengo mi lámpara encendida, fuera hace un frío que te congela desde la punta del cabella hasta el hueso más recóndito en tu cuerpo. En medio del silencio que me rodea junto a esta negrura de noche, me llega el sonido de la naturaleza que me rodea, el viento lo arrastra hasta donde me encuentro para escucharlo en plenitud.


Mis compañeros…


Están lejos.


Estoy mareado. Ayer casi no cené.


Me he calzado las botas y me envuelvo en mi chaqueta de plumas mientras estoy dentro de la tienda.

Ahora que he salido de la tienda de campaña, no estoy seguro de si podré poner organizar mi mochila mientras tengo los guantes puestos ya que debido al frio que hace, llevo dos pares, unos guantes finos y unas gruesas manoplas que no me dejan coger absolutamente nada.


Tanto tiempo estudiando y probando los materiales y el equipo que hube planeado traer hasta aquí y ahora que ha llegado el momento de emplearlo, creo que la he cagado.


Decido ponerme a organizar mi mochila solo con los guantes finos puestos. Me arriesgo a que se me congelen los dedos de las manos, aunque debo reconocer que la probabilidad es baja, ya que en esta región el frio es mucho, pero no tan intenso como para provocarme lesiones. Estoy bien hidratado, he dormido suficientes horas durante la noche y dentro de un momento empezaré a moverme a lo largo del camino. Durante la noche, tras analizar cada una de las opciones que tengo para continuar con mi ruta, he entendido que si lo hago con las manoplas, aparte de tardar mucho, puede que el equipo no queden bien sujetos a mi mochila, lo que me podría dar problemas más adelante mientras avanzo.


No solo a esta altura, sino también con este clima, cada decisión, cada movimiento que yo realice, requieren de mucho cálculo y análisis. Soy consciente de que aquí́ arriba hay que tener todo perfectamente calculado.


Estoy a dos mil cien mil metros de altura. Son las cuatro de la mañana. Está tan oscuro como la boca de un lobo. Las rachas de viento son mucho muy frías. Tengo náuseas y síntomas de hipotermia. Me cuesta respirar. Estoy solo y tengo que emprender el camino hacia la cima.


Por momentos pienso: ¿Qué demonios hago yo aquí́?


Ahora mismo siento que no es nada fácil. Sé que tampoco es imposible, pero resulta extremadamente incómodo, aparatoso y pesado.


Todo se me hace tan grande como lo es esta montaña y estoy muy cansado. Tengo que hacer un esfuerzo para vencer la inercia que me arrastraría a quedarme dentro del sleeping, en medio de la tienda de campaña. Siempre es la opción fácil, pero no lo hago porque, a estas alturas de mi vida, tras meses de preparación y años de experiencia, ya sé muchas cosas. Una importante: la mejor opción no siempre es la más fácil.


¿Qué es eso, exactamente eso que nos permite realizar el movimiento final y decisivo ante una situación de inminente apremio? ¿Cuándo se presenta esa milésima parte de un segundo que nos marcará la diferencia mientras tenemos dudas entre realizar o no una acción? Todo en este lugar debe representar siempre para cada uno de nosotros el empujón decisivo.


Ahora tengo cuarenta años de edad, más de la mitad de mi vida la he pasado en las montañas y frecuentemente he pensado en esas dos cuestiones que definen el éxito de una aventura y he llegado a la conclusión de que hay tres factores que contribuyen siempre a tomar ese impulso final que nos llevará a concluirla:

  1. La experiencia te dice que ya has hecho esto otras veces, que el dolor inicial desaparecerá́, que cuando hayas saltado en medio de la negrura de la noche ya no notarás el frío. Porque te has encontrado otras veces ante esta situación y sabes que puedes hacerlo.

  2. La ilusión por la recompensa siempre es ser consciente de que te encuentras ahí́, en la aventura de vivir, por una razón. Has venido a buscar algo, y en medio de ese algo, es más fuerte el deseo de conseguir lo que deseas que la pereza o la dureza y el sufrimiento de la situación.

  3. Saber que, si no lo intentas, te sentirás decepcionado contigo mismo. La pena y la desilusión que provoca el no intentar algo son más crueles y dolorosas que el propio fracaso.

Estos son para mí, los tres elementos que nos permiten tener el valor de dar el empujón decisivo, pero para que el resultado sea un éxito necesitamos la magia del convencimiento. Más allá́ de la necesaria preparación, el esfuerzo y la resistencia a las adversidades, para llevar a cabo cualquier reto, primero hay que creer que es posible.


Si Edison hubiese hecho caso a toda la gente que le decía que era un disparate crear una bombilla que diese luz, quizá́ aún hoy nos iluminaríamos con antorchas y candiles. El lo hizo porque no pensaba nunca que hacerlo fuera imposible; este fue su secreto.


Henry Ford decía que «tanto si crees que puedes como si crees que no puedes, tienes razón». Ese instante en que nos decimos «yo puedo» antes de lanzarnos a la aventura se activa gracias al convencimiento.


Pensemos en un caso extremo como el de Félix Baumgartner, que rompió́ la barrera del sonido solo con su cuerpo en caída libre, después de saltar desde fuera de la atmósfera, a más de 36.000 metros de altitud. En las entrevistas posteriores, reconoció́ que cuando abrió́ la portezuela de su cápsula estuvo a punto de renunciar. Se le heló inmediatamente el visor de su casco, con lo que no veía nada. No las tenía todas consigo y estaba asustado. Al fin y al cabo, estaba a punto de hacer algo que nadie había hecho antes.


Se encontraba en el punto decisivo en la vida de todo ser humano, el último empujón. Y no es algo exclusivo de inventores, alpinistas o quienes se precipitan al vacío sin saber si se les abrirá́ el paracaídas. Ninguno de nosotros habría nacido si nuestro padre o nuestra madre no hubieran dado el paso de acercarse a la persona que le gustaba. El empujón decisivo lo cambió todo, y gracias a ese instante de valor estamos hoy aquí́. Por eso, cuando nos sentimos paralizados por el miedo, vale la pena que recordemos el lema del ensayista escocés Thomas Carlyle: «No digas que es imposible. Di que aún no lo has intentado».


Tomo mi sendero y empiezo a caminar, aunque a estas alturas, debido a la humedad y el frio que tengo, parece más una sesión no deseada de patinaje. El hielo que se ha formado sobre el sendero no es muy duro en el tramo que va desde las tiendas hasta donde comienza la pendiente. Cuando empiezo a caminar-patinar, apenas veo por donde pongo mis pies. Mi lámpara frontal no ilumina más allá́ de dos metros delante de mí, porque la noche sigue oscura.


Voy solo. Los otros han salido hace rato y yo me he quedado rezagado. Las gafas se me empañan por el frío intenso, y no tengo ni idea de dónde está el camino hacia la cima. Entre lo que me ha costado salir de la tienda y todo lo que me está pasando ahora, me dan ganas, por segunda vez esta noche, de abandonar.


A menudo las circunstancias, o como en mi caso, las condiciones meteorológicas, nos tienta dejarlo todo, a abandonar. Habrá ocasiones en que por mucha ilusión que hayamos puesto en nuestro empeño por seguir, cuando algo no sale como queríamos o nos presenta más dificultades de las previstas, ya tenemos una excusa para rendirnos.


Pero recuerda, “Abandonar es siempre la opción más fácil”.


Cuando nos encontramos en una situación complicada, antes de abandonar vale la pena hacer una parada para tranquilizar nuestra mente, tomar un respiro hondo, poner cada una de nuestras ideas en orden y analizar qué es aquello que tenemos que solucionar primero. Este es el remedio contra el bloqueo: solucionar nuestros problemas de uno en uno, sin pretender hacerlo todo a la vez.


No pocas veces en la vida, tras aventurarnos, nos acabamos interrogando: «¿Qué hago yo aquí́?». Esta es una pregunta que también se hizo el gran viajero Bruce Chatwin, quien al final de su vida llegó a la conclusión de que justo cuando te preguntas eso, es cuando empiezas a aprender algo. Significa que hemos abandonado nuestra zona de confort. Hemos dejado atrás las seguridades y las certezas del mundo conocido tal y como lo conocemos.


Entonces decido: Primero, quitarme googles trasparentes. Los llevo para evitar lesiones en los ojos debidas al frío, pero se me empañan y no veo nada con ellos mientras los tengo puestos. Segundo, busco una franja de nieve dura sobre el sendero para dejar de resbalar. Tercero, apago mi lámpara frontal e intento localizar las luces que suben por delante de mí en medio de la oscuridad que me rodea.


Cuando localizo la luz de Gilbert e Hiram, me dirijo hacia ellos.


Estoy temeroso.


Subo solo y está oscuro mientras intento seguir su rastro entre las piedras, la nieve y coreografía dancística para no caer. Lo peor de todo es que sé que aquí́ afuera hay unos cuantos relatos de cadáveres que permanecieron en excelente estado de conservación, durante las frías heladas invernales de la región norte de México.


Me considero de esas cuantas personas a las que esto no les supone ningún problema. Y todo el mundo sabe que los muertos no hacen nada.


El miedo como fantasma. Sí, lo reconozco, también tengo miedo, pero no es a la montaña ni a lo que estoy haciendo. Sé que, técnicamente, estoy preparado para subir y bajar esta montaña. El miedo que siento es ridículo y absurdo. No temo a la oscuridad; eso lo superé hace ya mucho tiempo, cuando en mi niñez, junto con los scouts del grupo 20, visitábamos cuevas de la región centro del estado Coahuila. A lo que ahora mismo tengo miedo es a encontrarme indeciso en medio de esta oscuridad.


Constantemente, no sé si como una obsesión o como un mantra, chequeo todo, mi cuerpo, mis zapatos, mi lámpara, mis guantes, mi chaqueta, mi bordón… para no cometer ningún error.


Primero los pies; compruebo si los tengo fríos o si tengo arrugas en los calcetines. En este momento no necesito lesiones. Después paso a las manos: muevo los dedos, los compruebo uno por uno, el pulgar y el meñique, que serían de los primeros en congelarse si no permito que la circulación sanguínea sea adecuada y oportuna. Hago memoria de cuándo fue la última vez que he tome agua, debo mantenerme hidratado. Verifico que mis zapatos estén perfectamente amarrados, que no haya ninguna correa suelta que me pueda hacer tropezar. Mientras tanto, pienso en muchas otras cosas.


A menudo no somos conscientes de lo agotador que resulta la tarea de pensar en lo que tenemos que hacer. Cuando tenemos mucho trabajo pendiente en perspectiva nos angustiamos pensando que no seremos capaces de terminarlo, o nos asustamos ante un desafío que parece fuera de nuestras posibilidades. Solo hay un remedio para disolver esta clase de angustias: ocuparnos de las cosas en vez de preocuparnos por ellas.


En mi caso, cuando me ha asaltado el fantasma del miedo, del cansancio o del dolor, siempre he conducido mi pensamiento hacia el territorio de la acción inmediata. Si estás pendiente de cada paso, del camino, de cómo clavas los pies en el sendero, de la fila de compañeros que avanzan hacia delante de ti, la fatiga mental desaparece. Todas tus energías se alinean hacia un objetivo concreto que deseas conseguir.


Esta lección también me ha resultado muy útil en la vida cotidiana. Cuando estoy abrumado por el trabajo, lugar de pensar en la cantidad de trabajo, lo hago. Una cosa primero, después otra. Como decía Lao Tse en su aforismo: «Un viaje de mil millas comienza con un solo paso».


Voy subiendo poco a poco. Gracias a la experiencia corriendo maratones, he aprendido a marcar un ritmo paso a paso. Solo paro una vez cada cierto esfuerzo para tomar un trago de agua y cuando lo hago siempre miro a mi alrededor, me maravillo con el paisaje.


No oigo nada, apenas un viento cada vez más débil.


No veo nada, solo unas lucecitas, unos puntitos minúsculos. Son ellos. Soy yo. Este silencio. Este aislamiento.


Saber que estoy solo en uno de los lugares más inhóspitos de la región centro del estado, sin ningún tipo de apoyo cercano. Todo esto me hace sentir más vivo que nunca, más afortunado que nunca por existir, por existir yo, por existir este sendero, por existir este momento. Es un milagro que millones de posibilidades se hayan unido para crear una persona consciente. Y es una suerte que mi cerebro se dé cuenta de eso ahora mismo.


En medio de esta borrachera de felicidad y conciencia empiezo a relativizarlo todo. Veo esos puntitos de luz que se mueven poco a poco delante de mí. Y si uno de ellos se apagara, ¿qué pasaría entonces? ¿Qué pasaría si mi luz, mi vida, se apagara en este momento? No pasaría nada. El mundo seguiría girando. El universo seguiría expandiéndose.


No pasaría absolutamente nada.

No somos imprescindibles.

No somos tan importantes como creemos.

No somos para nada y en absoluto, el centro del universo.

Solo somos eso: lucecitas en la oscuridad.


La vida es un regalo y tenemos la obligación de exprimirla y disfrutarla al máximo.


Tenemos que vivir sabiendo que vivimos, respirar sabiendo que existimos.


Desaprovechar la vida es una ofensa que hacemos al universo, tengamos la edad que tengamos. Un proverbio irlandés dice: «No te lamentes por hacerte mayor: a muchos se les ha negado ese privilegio».


Así́ que no vale quejarse, no vale la pena perder el tiempo en las cosas que no son importantes desaprovechando unos instantes que no sabemos cuánto van a durar.


Todo esto lo pienso mientras camino por el sendero de esta maravilla natural a dos mil cien metros de altura sobre el nivel del mar. A las cuatro de la madrugada, a doce grados bajo cero y en plena oscuridad, he tenido un instante de lucidez que no había experimentado antes. De repente he puesto los pies en el suelo y he sido consciente de que somos afortunados por el solo hecho de existir.


Hay mucha gente que ha visto la luz y entendido las verdades esenciales de la vida después de haber sufrido un accidente o una enfermedad grave. Pero muchas veces ya no están a tiempo de hacer aquello que les hubiera gustado. La lección llega demasiado tarde.


¿Por qué́ tenemos que poner nuestra vida en peligro, voluntaria o involuntariamente, para darnos cuenta de todo eso, ya sea por el deporte que practicamos, por enfermedad o por un accidente? Hasta que no estamos de puntillas ante el precipicio y vemos que podemos morir, no nos damos cuenta de cuánto amamos la vida.


En esos momentos de epifanía, de iluminación, de repente descubrimos que lo que más queremos es justo lo que estamos a punto de perder.


Pero ¿no habría una manera de darnos cuenta de ello sin necesidad de arriesgarnos o de perderlo todo?


Un par de horas después de salir, alcanzo a Gilberto y después a Hiram. Ya estoy en la fila, junto a ellos. Guardamos una distancia prudente de seguridad unos de otros y como no somos mucha gente en la montaña, y el silencio mientras caminamos por el sendero es magnífico, vuelvo a tener la sensación de estar solo. Y me gusta.


Para mantener activa mi concentración, intento convertir toda la situación en un juego. Necesito tener la mente despierta y, sobre todo, lejos de pensamientos no deseados. Llego al puente de barolio, que se encuentra a dos mil ciento veinticinco metros sobre el nivel del mar y a doce kilómetros de nuestro punto de partida. Soy en este momento, el primero de la fila y empieza a despuntar el sol. ¡Que hermosa postal tenemos del valle de Coahuila desde aquí́!


Me siento en una piedra, cubierta por la nieve, a esperar a mis dos amigos. Quizá́ no sea buena idea, pero no hago nada para cambiar de posición; a fin de cuentas, no he oído hablar nunca de culos congelados en una montaña.


Miro hacia abajo y veo subir a Gilberto. Tras él, al fondo de esta magnífica postal, se ilumina con la claridad rojiza del alba, el valle inmenso de Coahuila. Sigue haciendo frío. Desde el puente, veo las colinas del cerro de la gloria, Son apenas unas elevaciones sobre la superficie terrestre.


¿Existe la suerte?


Me vuelvo y veo detrás de mí una imagen que no sabía que existiera: la sombra de la cima del cerro de la gloria proyectada sobre el horizonte, sobre las nubes que se levantan en el valle de Coahuila, el valle del Silencio.


Saco mi cámara. Me gusta llevarla siempre conmigo, a donde quiera que vaya, y definitivamente, a la montaña tiene que acompañarme.


La cámara es una Cannon réflex. Cada vez que saco una foto tengo que confiar en mis conocimientos empíricos para lograr haber medido correctamente la luz y haber sincronizado la apertura del diafragma con la velocidad de obturación.


Ya estamos todos aquí́ arriba.


TRABAJO EN EQUIPO.


¿Por qué́ a veces nos salen mal las cosas cuando trabajamos en equipo? Es un fenómeno que sucede en todas partes: en la oficina, en una compañía teatral, en un equipo de fútbol.


A menudo tenemos los conocimientos y las habilidades necesarios para el trabajo que estamos llevando a cabo, pero aun así́ el resultado no es satisfactorio.


En estos casos, el problema es un fallo del canal de comunicación, la «vitamina C» que alimenta la conexión y cohesión de un grupo.


Gran parte de los conflictos y disfunciones del trabajo en equipo son obra de malentendidos, de una comunicación deficiente.


Muy pocas veces hay una voluntad expresa de hacerlo mal. La información no se transmite correctamente, ya sea porque no sale de forma adecuada desde su origen, porque se pierde en el medio o porque el receptor de la información no la interpreta correctamente.


Seguimos subiendo. Durante un buen trecho, el lomo de la arista es amplio y relativamente seguro.

Nunca he participado en una expedición donde todo haya salido exactamente como estaba previsto. Siempre hay que cambiar alguna cosa, o hay alguna situación a la que te tienes que adaptar. Hay que ser flexible y, para que el conjunto del proyecto gane, todos hemos de hacer alguna concesión, que no ha de confundirse con una perdida.


No hay que dramatizar.


No es el fin del mundo; sencillamente, tenemos que cambiar nuestra forma de ver las cosas en una sola dirección. Darnos cuenta de que puede haber múltiples realidades paralelas, por decirlo de alguna forma, y que todas son buenas si nos sirven para conseguir nuestro objetivo.


Albert Einstein decía que «la mente es un paracaídas; solo funciona si está abierta». Cuando nos aferramos a ideas preconcebidas, pensamos con rigidez y no podemos adaptarnos a los cambios. Tanto si nos encontramos en una expedición al Everest como si estamos ante cualquier situación difícil o arriesgada, tenemos que abrir la mente y ser flexibles. Aceptar alternativas y soluciones que ni se nos habían ocurrido. Especialmente cuando la vida se pone cuesta arriba y todo parece imposible, como dice, «aunque nada cambie, si tú cambias, todo cambia».


No saber por qué́ estás haciendo lo que haces, no tener una razón clara, una finalidad sincera, auténtica, puede provocar que te desmotives. Y la motivación es el motor de nuestras acciones. Sin ella no vamos a ninguna parte.


Una vez que entendemos que las cosas no siempre salen como queremos, tenemos la oportunidad de hacer los cambios necesarios para continuar con nuestro viaje.

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