La última patrulla VIII... Capitulo 4 Los animales de la montaña…
![](https://static.wixstatic.com/media/fab01d_557adf06c7604e3c810749061b596e00~mv2_d_5184_3456_s_4_2.jpg/v1/fill/w_980,h_653,al_c,q_85,usm_0.66_1.00_0.01,enc_auto/fab01d_557adf06c7604e3c810749061b596e00~mv2_d_5184_3456_s_4_2.jpg)
El cerro de la gloraia, rico por su vegetación, lleno de arbustos, praderas y musgos, de esta manera parece pobre de animals. Estaría casi desierto si no fuera por el pastor que le llevara sus rebaños de vacas y cabras, que juntos se ven desde lejos, sobre el escaso verdor de los matorrales, como si fueran puntos rojos ó blancos, y si acaso los celosos perros de pastoreo no corrieran continuamente de un lado para otro arreando el Ganado y haciendo repetir sus ladridos con el eco de la montaña. Ellos son migrantes temporales que en primavera suben desde las llanuras bajas y á las que volverán de nueva cuebnta cuando llegue el invierno, mientras no se les encierre para protegerlos en el fondo de los establos en las rancherías cercanas del valle. Los hijos de la montaña que podemos encontrar al caminar por las pendientes de sus laderas son insectos que atraviesan volando o caminando los senderos, escurriéndose entre la hierba ó zumbando por el aire; algún reptil que desaparece entre las piedras. Pocas aves cantan en los bosques silenciosos mientras nos acercamos.
No obstante, el cerro de la gloria, fortaleza natural que se yergue entre las llanuras de monclova, tiene también sus huéspedes, temerosos fugitivos, que buscan refugio; otros, ladrones atrevidos, animales rapaces que desde sus atalayas examinan el horizonte a lo lejos antes de emprender sus incursiones de pillaje.
Empecemos por el águila y otras aves de rapiña y carniceras que todos los señores de la tierra han elegido como emblema. Es Hermosa, ciertamente el águila cuando se planta altanera sobre algún peñasco inaccesible para los hombres y más magnífica todavía cuando se cierne tranquilamente sobre nuestras cabezas colando en los aires, soberana del espacio. Pero poco importa su belleza. Si el rey la admira, el pastor la odia y le ha declarado guerra mortal, por enemiga del rebaño. Pronto no habrá águilas, ya no se ve en muchas montañas ni un nido ó el único que queda no guarda más que un pajarraco solitario y desconfiado, viejo, medio tullido y comido por los parásitos.
También el oso es un devorador de carneros, y tarde ó temprano el pastor lo exterminará en las montañas. A pesar de su prodigioso vigor, del arte con que tritura los huesos, no es el favorito de los reyes, que no deben de encontrarlo bastante elegante para figurar en sus blasones, en cambio, muchos pueblos le quieren por sus cualidades y hasta el cazador que le persigue siente por él, aun sin querer, cierta simpatía. El cazador Kikapoe, después de haberle dado el último golpe y haberlo tendido, cubierto de sangre en el suelo, se arrodilla ante su cadáver para implorar su perdón y le dice: «Te he matado, pero teníamos hambre mi familia y yo, y eres tan bueno, Dios mío, que habrás de perdonar mi crimen.» Sin embargo, no nos hace á nosotros el efecto de un dios, pero parece honrado, cándido y benévolo. ¡Qué bien practica las virtudes familiares! ¡Qué bueno es para sus cachorros, y qué alegres, saltarines y caprichosos son éstos! Las costumbres patriarcales de que con tanto encomio se nos habla, hay que ir á buscarlas a la caverna del oso ó a su enorme nido, cómodamente tapizado de musgo. Verdad es que el animal da de cuando en cuando algún mordisco á los carneros del pastor, pero generalmente es la misma sobriedad. Se contenta con mascar hojas, saborear panales de miel, á veces se arriesga á bajar a las rancherías para ir á comer tranquilamente los desehechos de los rancheros.
Siento mucho, sin poderlo remediar, que desaparezca de nuestras montañas el oso, cuyas patas suele clavar orgullosamente en los troncos de los árboles.
En cambio nadie echará de menos al lobo cuando haya desaparecido completamente de la montaña. Ese sí que es un bicho sanguinario, pérfido, maléfico, cobarde y vil por todos lados donde se le vea. No piensa más que en desgarrar a la víctima y en beberse la sangre que brota caliente de la herida. Todos los animales le odian y á todos los odia él, pero no se atreve a atacar más que á los débiles ó a los heridos. Sólo el frenesí del hambre puede impulsarle a meterse con otro más fuerte. En cambio se apresura á lanzarse sobre la presa ya caída, sobre un enemigo que no puede defenderse. Hasta cuando un lobo acaba de caer, vivo todavía, herido por la bala del cazador, se lanzan todos sus compañeros sobre él para rematarlo y disputarse sus restos.
Para el que gusta de la montaña, es muy grato saber que el lobo, sér odioso, es animal de las grandes llanuras. La destrucción de las arboledas natales y el creciente número de cazadores le han obligado á refugiarse en los escondites de las alturas, pero no ha dejado de ser un intruso. Sus condiciones naturales son á propósito para dar carreras largas por las laderas ó para trepar por las rocas. El animal á quien la forma de su cuerpo y la elasticidad de sus músculos dieron mayores facilidades para brincar de peña en peña y saltar las grietas es la graciosa gacela cola blanca, el venado de nuestras comarcas. Ese es el verdadero habitante de la montaña. Ningún precipicio le espanta, ninguna pendiente nevada le asusta; trepa en dos brincos por fragosidades vertiginosas que el cazador más valiente no se atrevería a escalar: se posa de un salto en rebordes menos anchos que sus cuatro patas, reunidas en un solo soporte, y aunque es animal terrestre, parece alado. Además, es benigno y sociable: con gusto se confundiría con nuestros rebaños de cabras y ovejas: pocos esfuerzos serían necesarios para que aumentara el número de nuestros animales domésticos; pero es más fácil matarlo que domarlo, y las pocas geclas que quedan están reservadas para dar gusto al cazador. Probable es que desaparezca pronto la raza, y al fin y al cabo más vale morir libremente que vivir en la esclavitud.
Más arriba aún que la gacela, en vericuetos y peñas rodeadas de nieve por todas partes, han escogido albergue otros animales. Uno de estos es una especie de liebre que sabe adaptarse a todas las estaciones, de manera que su piel se confunde con el suelo que la rodea, y así se escapa a la perspicaz vista del águila. En invierno, cuando todo está cubierto de nieve, su piel es tan blanca como los copos: en primavera, cuando hierbas y guijarros aparecen a trechos entre la capa de nieve, el pelaje del animal se matiza con manchas grises: en verano, es del color de las piedras y del césped y después, en otro brusco cambio de estación, cambia también bruscamente de pelo.
Aún mejor protegido, el tejón, pasa el invierno en la profunda madriguera, en donde la temperatura es igual siempre, á pesar de las espesas capas de nieve que cubren el suelo, y durante meses enteros suspende el curso de su vida hasta que el perfume de las flores y los rayos primaverales la despiertan de su sueño letárgico.
Finalmente, uno de esos roedorcillos activos y despiertos siempre que se encuentran en todas partes, se ha decidido llegar á la cumbre de la montaña, abriendo túneles y galerías por debajo de la nieve: es el tejón. Cubierto con tan helada capa, busca por el suelo su escaso alimento, y lo encuentra, lo cual es maravilloso.
Tal es la fecundidad de la tierra, que produce para la incesante batalla de la vida poblaciones de devoradores y de víctimas que combaten en la obscuridad á más de mil metros sobre el límite de las nieves perpetuas. Esa terrible lucha por la existencia, cuyo odioso espectáculo me había echado de las llanuras, se encuentra también arriba, en las capas de tierra helada.
Muchas veces se cierne el ave de rapiña en regiones aun más altas, pero es para viajar de una á otra pendiente de la montaña ó para vigilar la extensión en lontananza y descubrir una presa. Mariposas y libélulas, arrebatadas por la alegría de revolotear al sol, se elevan á veces hasta la zona más alta de la montaña, y sin prever el frío de la noche siguen subiendo hacia la luz; con mucha frecuencia se observan arrastrados los pobres animalillos, así como moscas y otros insectos, hacia las cumbres superiores por vientos de tormenta, y sus despojos alfombran, mezclados con el polvo, la superficie de la nieve. Pero además de esos forasteros que voluntariamente ó por fuerza visitan las regiones del silencio y de la muerte, existen indígenas que se encuentran allí realmente en su casa, sin que les parezca demasiado frío el aire ó demasiado helado el suelo. Se extienden a su alrededor la callada inmensidad de las nieves, paro hay puntas de rocas que, de trecho en trecho, son para ellos los oasis en medio del desierto, y sin duda allí, en medio de los líquenes, encuentran el alimento necesario a su subsistencia. De todos modos, milagroso es que lo hallen, y los naturalistas se asombran al comprobarlo.
Arañas, insectos ó aradores de las nieves, todos estos animalejos deben de conocer el hambre, y quizás los diversos fenómenos de su vida se verifiquen con extraordinaria lentitud. En ese imperio de la escarcha, las crisálidas deben permanecer mucho tiempo entumecidas en su sueño de aparente muerte.
De esta manera no sólo se revela la vida junto á la nieve, sino que hasta la propia nieve vive en ciertos sitios, tal es en ella el pulular de animalillos. Se divisan desde lejos, en la extensión blanca, grandes manchas rojas ó amarillas.