La última patrulla VIII... Capitulo 2 La montaña en su esplend
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Si observas el cerro de la gloria desde la carretera, es de una forma muy sencilla; es una cadena montañosa que pertenece a la sierra madre oriental, de perfil dentado que se alza entre llanuras de una altura muy desigual, bajo un cielo azul, a veces de rayas blancas y otras sonrosadas y a la vista limita una parte del horizonte que a lo lejos observamos. Cuando era niño, me perecía ver desde la casa de mis padres una sierra gigantesca, con cumbres caprichosamente recortadas, sutilmente delineadas; una de esas cumbres es la montaña donde ahora me encuentro.
Y el pico que distinguía desde la casa de mis padres, simple cumulo de piedras montado sobre otro cumulo llamado Monclova, me parece ahora un mundo, mi mundo. Veo desde la cabaña algunos cientos de metros sobre mi cabeza una cresta de rocas que parece ser la cima; pero cuando he llegado a trepar hasta ella siempre logro ver alzarse otra cumbre por encima de sus árboles. Si subo una vez más, parece que la montaña cambia de forma frente a mi. Desde cada sendero, desde cada barranco, desde cada arroyo el paisaje se me presenta cada vez con un distinto panorama, con otra cara.
El cerro de la gloria es un grupo de montañas, que como el mar, está compuesto por cada ola, pero el cerro de la gloria se compone de muchas montañas y de sus cumbres. Puedo decir que para apreciar en su totalidad la forma, la estructura, la esencia de la montaña, hay que subirla y recorrerla en todas direcciones, subir todas las cumbres, adentrarse en todas sus cuevas para conocer su intimidad, tocar cada árbol, beber de su agua. El cerro de la gloria es infinito, como suelen todas las cosas para quien quiere conocerlas por completo.
El pico en que yo solía sentarme no era el punto más alto de este cerro, como muchos podrían suponer. Disfruto siempre de sentarme en el punto donde se encuentran las antenas, lugar desde la cual mi vista logra extenderse sobre pendientes más bajas que conducen a Monclova y sus alrededores y después de un valle a otro, de una cresta a otra, entre aristas.
Allí, saboreaba un efímero placer contemplando la belleza de las rocas, los matorrales y los bosques. Me satisfacía estar sentado a la mitad entre la tierra y del cielo, y me sentía libre sin estar aislado.
Por debajo de mi, en los valles inferiores, no se logra ver más que una parte de la montaña, una serie de valles y cañadas; pero desde este lugar donde me encuentro se logran observar las enormes las faldas de este cerro magnifico, que corren desde el pico hasta llegar a las cercanías de la ciudad de Monclova, a través de las colinas y promontorios en la base de la estructura de la montaña.
A mis pies, ve uno lo que la gente llama el cielo: nubes que viajan lenta y graciosamente por las laderas del cerro. Nubes que chocan en las salientes de roca y se adentran en las cañadas, dejando a su paso cortinas de niebla en los barrancos, y después pasan volando por encima de las llanuras proyectando sobre de ellas su sombra gigante de multiples formas.
Desde lo alto donde me encuentro, no logro ver el viento andar como los ríos o como las nubes. No sé de donde ha salido, pero se revela su movimiento por el mecer de las copas de los árboles que se muestra desde la distancia, cuando logra subir desde las cañadas, desde la planicie y a lo largo del tranquilo valle.
Observando los caminos que recorre el viento, a través de los precipicios, de los valles, de los desfiladeros, contemplo el gran trabajo geológico de las corrientes de aire que esculpieron sus formas en todas direcciones, en torno de la masa de roca primitiva que da sustento a esta montaña. Se le observa, por así decirlo, esculpir incansablemente esta enorme roca para darle forma, sentido y belleza.
Allá abajo, hacia el oeste, entre el humo de Altos Hornos de México, bajo una capa de aire viciada por innumerables respiraciones de sus hornos, algo blanquecino indica que vive una gran ciudad. Casas, iglesias, torres, cúpulas, calles, se funden en el mismo color ennegrecido y sucio, que contrasta con los colores más claros de las llanuras vecinas que la rodean. Pero, visto desde donde eme encuentro, el inmenso panorama de los campos, las sinuosas calles de la ciudad, lo hermoso del paisaje lejano, todo en su conjunto con la ciudad, los ejidos cercanos y las casas lejanas que se encuentran de cuando en cuando en aquella gran extensión bajo la luz del sol que las baña cada amanecer, se unen como un todo armonioso, el cielo se extiende sobre toda la llanura como manto azul brillante.
Esta, nuestra montaña, el mismo viento trabaja para darle forma y belleza, la naturaleza ha trabajado sin descanso para modificar el aspecto que ahora tiene; tal vez aquí ha elevado la roca; en otro lugar la ha deprimido; la ha erizado con puntas, la ha sembrado de cuevas y cavernas; ha doblado un sendero, ha arrugado su fachada principal, ha surcado los valles, ha labrado las cumbres más altas, ha esculpido hasta lo infinito aquella superficie inamovible, y aun ahora, ante nuestros ojos, continúa el trabajo, permitiendo ser ciegos testigos de sus logros.
De cualquier manera, esta belleza transformada, producida por la acción continua de la naturaleza, no deja de ofrecernos el cerro de la gloria, una especie de refugio soberbio á quien decide recorrerlo para conocer cada vez más de el. Desde el punto más alto, una ancha meseta, una cima redondeada, una pared vertical de muchos metros de altura, una arista ó un peñón lejano, que se armonizan todos con el de la cumbre. Desde las entrañas del cero y hasta la base de su estructura se suceden, á cada lado, otras cimas ó grupos de cimas secundarias. A veces también, aún se ve una miniatura de monte brotar en medio de la llanura.
La montaña que me albergó tanto tiempo es hermosa y serena entre todas las que la conforman, por la tranquila regularidad de sus formas.