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La última patrulla Capitulo 1 Gilberto.



El desierto es su cuna y la noche es su hermana, se alimenta del aire y una duna es su cama. El sol no le castiga y el viento no le abrasa, pues saben que es Gilberto quien a regresado a su casa.


El viento desbocado no le quema, le empuja, la arena enloquecida no le ciega, lo oculta. Viento y arena tienen un hijo bien amado, un hijo al que protegen. Gilberto.


La gente valiente que desafía el desierto, es mi amiga.


Había vivido solo durante muchos años, una vida tenaz y opaca, como si fuera inmune al mundo. No parecía un hombre que ocupaba un espacio, sino más bien un bloque impenetrable de espacio en forma de hombre. El mundo rebotaba contra él, se estrellaba en él y a veces se adhería a él; pero el mundo nunca logró atravesarlo. Durante años vivió como un fantasma, absolutamente solo, en una casa enorme, la misma casa donde soñó.


Allí había vivido una breve temporada como una familia, él el padre, Claudia la madre, sus dos hijas y Gilberto jr; pero después del divorcio, todos se dispersaron: Claudia comenzó una nueva vida, sus hijos se quedaron con su madre hasta que también a ellos les llegó la hora de marcharse a estudiar. Sólo Gilberto permaneció allí, tal vez porque una cláusula de la sentencia de divorcio estipulaba que a Claudia le correspondía una parte de la casa y que recibiría la mitad de las ganancias cuando ésta se vendiera (lo que hacía que él se resistiera a vender), o bien por una secreta repulsa a cambiar de vida (para demostrar al mundo que el divorcio no había alterado su vida hasta el grado de hacerle perder su control sobre ella) o simplemente por inercia, un letargo emocional que lo incapacitaba para cualquier forma de acción. Lo cierto es que siguió allí, solo en una casa en la que podrían haber vivido siete u ocho personas.


Era un lugar impresionante: viejo, de una arquitectura maciza, con techo de pizarra y habitaciones de magníficas proporciones. Su construcción había significado un gran paso para ellos, un signo de prosperidad. Era el mejor barrio de la ciudad, y a pesar de que no era muy divertido vivir allí (en especial para los niños), el prestigio de la zona superaba su mortífero aburrimiento. Resulta extraño pensar que al principio Gilberto se resistía a mudarse, teniendo en cuenta que acabaría pasando el resto de su vida allí. Se quejaba de su precio (un tema constante), y cuando por fin cedió, lo hizo con evidente malhumor. Sin embargo pagó al contado, todo de una vez; nada de hipoteca ni de plazos mensuales. Corría el año 2016 y los negocios le iban bien.


Siempre fue un hombre de rutina. Se iba a la mañana temprano, trabajaba duro todo el día y luego, cuando volvía a casa (los días que no trabajaba hasta tarde) hacía una breve siesta antes de la cena. Una vez, durante su primera semana en la casa nueva, antes de que se estableciera del todo, cometió un curioso error. En lugar de conducir hacia la casa nueva a la salida del trabajo, se dirigió a la vieja tal como había hecho durante años; aparcó su coche en el camino, entró en la casa por la puerta trasera, bajo las escaleras, se metió en el dormitorio y se acostó a dormir. Durmió durante una hora, y como es obvio, cuando Su vieja familia volvió y se encontró a Gilberto durmiendo en su cama, se sorprendió mucho. Pero a diferencia del cuento de Ricitos de Oro, Gilberto no dio un salto y salió corriendo. Al final la confusión se aclaró y todo el mundo rió de buena gana. El recuerdo de aquel incidente todavía me hace gracia. Una cosa es que un hombre vuelva por error a su antigua casa, pero otra muy distinta es que no note que todo ha cambiado en su interior. Hasta a la mente más cansada o distraída le queda un resabio de instinto animal que confiere al cuerpo una ligera idea de su situación. Era necesario estar casi inconsciente para no ver, ni siquiera intuir, que la casa ya no era la misma. Como dice uno de los personajes de Becket, «el hábito es el mayor insensibilizador». Y si la mente no es capaz de responder a la evidencia material, ¿cómo reaccionará ante la evidencia emocional?


En los últimos años no hizo prácticamente ninguna reforma en la casa. No agregó ni quitó muebles, no cambió el color de las paredes, no renovó la vajilla; ni siquiera se deshizo de los viejos recuerdos de su familia, sólo se limitó a guardarlos en un armario de la nueva casa. La magnitud de la casa lo absolvía de tomar decisiones sobre su contenido. No era que se aferrara al pasado e intentara conservar la casa como un museo; por el contrario, parecía inconsciente de lo que hacía. Era la negligencia lo que lo movía, no el recuerdo, y a pesar de que siguió viviendo en la casa durante mucho tiempo, lo hizo como si fuera un extraño. A medida que pasaban los años, pasaba menos y menos tiempo allí. Casi siempre comía en restaurantes, arreglaba sus encuentros sociales como para tener todas las noches ocupadas y usaba la casa sólo como un sitio adonde ir a dormir. Una vez, hace varios años, le comenté cuánto había ganado por mis esfuerzos trabajando en seguridad el año anterior (en realidad no era mucho, pero sí más de lo que había ganado los años anteriores) y me respondió divertido que él gastaba una suma mayor sólo en comer afuera. Lo cierto es que su vida no se centraba en el lugar donde vivía; su casa era sólo uno de los tantos lugares de parada en su inquieta y desarraigada existencia y esta falta de raíces lo convertía en un perpetuo forastero, un turista en su propia vida. Daba la impresión de que siempre estaba ilocalizable. Sin embargo, creo que la casa es importante, quizás porque su estado de desidia resulta un reflejo sintomático de una personalidad inaccesible por cualquier otro camino, que sólo alcanzaba a manifestarse a través de imágenes concretas de conducta inconsciente. La casa se convirtió en una metáfora de la vida de Gilberto, la representación auténtica y fidedigna de su mundo interior, porque a pesar de que conservó la casa ordenada y más o menos en su estado anterior, ésta sufrió un proceso gradual e inevitable de desintegración. Era ordenado, siempre colocaba las cosas en su sitio, pero no cuidaba nada, ni siquiera limpiaba. Los muebles, sobre todo los de las habitaciones en que no entraba casi nunca, estaban cubiertos de polvo y telas de araña, signos de un desinterés absoluto; el horno de la cocina estaba tan lleno de restos de comida pegada que era prácticamente inservible, y en los armarios permanecían —a veces durante años— paquetes de harina llenos de bichos, galletas rancias, bolsas de azúcar que se habían convertido en bloques sólidos, frascos de sopa que ya no podían abrirse. Cuando se preparaba una comida, inmediatamente se preocupaba de lavar los platos... pero sólo con agua, nunca usaba jabón, de modo que todas las tazas, los platillos y los platos estaban cubiertos de una opaca partícula de grasa. Las persianas de la casa, que permanecían siempre bajas, estaban tan desgastadas que el más mínimo tirón podía hacerlas pedazos. La humedad se filtraba por todas partes y manchaba los muebles, la caldera no daba suficiente calor, la ducha no funcionaba. La casa se había convertido en una ruina y resultaba deprimente entrar en ella. Uno tenía la sensación de que se encontraba en la vivienda de un ciego.


Los amigos y la familia, pendientes de su extravagante forma de vida, insistían en que vendiera y se mudara a otro lado. Pero él siempre lograba disuadirnos con un indiferente: «Aquí estoy a gusto» o «la casa está bien para mí».


Como nada tenía demasiada importancia, él se concedía la libertad de hacer lo que quería y el encanto que desplegaba para lograr estas conquistas era precisamente lo que las hacía carecer de sentido. Ocultaba su verdadera edad con una vanidad digna de una mujer, inventaba historias sobre sus negocios y hablaba de sí mismo sólo de forma indirecta, en tercera persona, como si se refiriera a un conocido («Un amigo mío tiene este problema, ¿qué crees que debería hacer al respecto?...»). En cuanto se sentía obligado a revelar una parte de sí mismo, salía del escollo contando una mentira. Al final, las mentiras le salían de forma automática y mentía por mentir. Su principio era decir lo menos posible; de ese modo, si la gente descubría la verdad sobre él, no podrían usarla en su contra más tarde. Sus engaños eran una forma de comprar protección. Por lo tanto, lo que la gente tenía ante sí no era realmente él, sino un personaje que había inventado, una criatura artificial que manipulaba para a su vez poder manipular a otros. Él mismo permanecía invisible, como un titiritero que maneja los hilos de su alter-ego desde su escondite oscuro y solitario detrás de las cortinas.


Durante los últimos años, sólo tuvo una amiga, la mujer que aparecía con él en público y cumplía el papel de compañera. Y todo el mundo creía que era la única mujer con quien se relacionaba. Sin embargo, después de salieron otras mujeres. Ésta lo había amado, aquélla lo había adorado, otra iba a casarse con él. La amiga se sorprendió al descubrir la existencia de estas otras mujeres, Gilberto jamás había dicho ni media palabra al respecto. Cada una de ellas había mordido un anzuelo diferente y todas pensaban que lo poseían por entero. Pero tal como se descubrió, ninguna de ellas sabía absolutamente nada de él. Había conseguido eludirlas a todas.


Solitario, pero no en el sentido de estar solo. No solitario como José Luis, por ejemplo, que se exiliaba en sí mismo para descubrir quién era; que rogaba por su salvación en el vientre de la naturaleza. Soledad como forma de retirada, para no tener que enfrentarse a sí mismo, para que nadie más lo descubriera. Hablar con él era una experiencia agotadora. O bien se mostraba ausente, como solía ocurrir, o irrumpía en una insegura jocosidad, que no constituía más que otra forma de ausencia. Era como intentar hacerse comprender por un viejo senil. Uno hablaba y no obtenía respuesta, o la respuesta no era la apropiada y dejaba entrever que no había seguido el curso de la conversación. Durante los últimos años, cada vez que hablaba con él por teléfono me encontraba a mí mismo hablando más de lo que tengo por costumbre, me volvía agresivamente locuaz y no paraba de charlar, en un inútil intento por llamar su atención, por provocar una respuesta.


No demostraba hambre por los placeres sensuales pero si demasiada sed por los intelectuales. Los libros lo transportaban, y eran muy raras las películas u obras de teatro que no le dieran interesaran. Daba la impresión de que ningún hecho podía alterar su vida, de que no necesitaba nada de lo que el mundo pudiera ofrecerle.


Supongo que es imposible entrar en la soledad de otra persona. Sólo podemos conocer un poco a otro ser humano, si es que esto es posible, en la medida en que él se quiera dar a conocer. Un hombre dirá: «tengo frío», o temblará, y de cualquiera de las dos formas sabremos que tiene frío. Pero ¿qué pasa con el hombre que no dice nada ni tiembla? Cuando alguien es inescrutable, cuando es hermético y evasivo, uno no puede hacer otra cosa que observar; pero de ahí a sacar algo en limpio de lo que observa hay un gran trecho.


No quiero dar nada por sentado.


Él nunca hablaba de sí mismo, nunca parecía que hubiera nada de lo cual pudiera hablar. Era como si su vida interior lo eludiera incluso a él.


No podía hablar de ello y por lo tanto se refugiaba en el silencio.


Y si no hay nada más que silencio, ¿no será presuntuoso que hable yo? Sin embargo, si hubiera habido algo más que silencio, ¿acaso habría sentido la necesidad de hablar?


Mis opciones son limitadas. Puedo permanecer en silencio, o hablar de cosas que no pueden probarse. Al menos quiero presentar los hechos, ofrecerlos de la forma más directa posible y dejarlos decir lo que tengan que decir. Pero ni siquiera los hechos dicen siempre la verdad.


Gilberto era de una neutralidad tan implacable, su conducta era tan absolutamente predecible, que todo lo que hacía resultaba sorprendente. Uno no podía creer que existiera un hombre así, sin sentimientos, que esperara tan poco de los demás. Pero si no existía ese hombre, entonces había otro, un individuo oculto tras aquel que no estaba allí, y el asunto es encontrarlo. Siempre y cuando esté ahí para que uno lo encuentre.


Hoy, dando vueltas sin rumbo por su casa, deprimido y con la sensación de haber perdido el hilo de lo que quiero decir, me encontré con estas palabras en una carta de Van Gogh: «Como cualquier otra persona, siento la necesidad de una familia, de amigos, de afecto y de encuentros amistosos. No estoy hecho de hierro ni de piedra, como una boca de riego o un poste de la luz».


Tal vez eso sea lo que realmente cuenta: llegar a lo más profundo del sentimiento humano, a pesar de las evidencias.


Las imágenes más pequeñas: inmutables, ocultas bajo el lodo de la memoria, ni enterradas ni del todo recuperables. Y sin embargo, cada una de ellas es una efímera resurrección, un momento que de otro modo se hubiera perdido. Por ejemplo, su forma de caminar, con un extraño equilibrio, oscilando sobre las plantas de los pies, como si siempre estuviera a punto de caer hacia adelante, a ciegas, en lo desconocido. O la forma en que se inclinaba sobre la mesa mientras comía, con los hombros tensos, consumiendo la comida en lugar de saborearla. O el olor que despedían los coches que usaba para ir a trabajar: humos, aceite, gases del escape; el ruido de frías herramientas de metal; el traqueteo del coche al moverse.


El tamaño de sus manos y sus callos.


Su forma de comer.


Las gafas negras, que aparecían en cualquier rincón de la casa: en la cocina, encima de la mesa, a un lado de la bañera; siempre abiertas, tiradas por ahí como una especie de animal extraño y sin clasificar.

La forma en que a veces se le doblaban las rodillas al caminar.


Su cara.


Su valentía ante los perros.


Su rostro. Otra vez su rostro.


Su forma de hablar, como si hiciera un enorme esfuerzo para escapar de su soledad o como si su voz estuviera oxidada porque hubiera perdido el hábito de hablar. Siempre titubeaba antes de decir algo, se aclaraba la garganta, parecía balbucear en mitad de una frase. Uno advertía, sin lugar a dudas, que se sentía incómodo.


Siempre que atravesaba alguno de esos períodos de tensión y locura, salía con opiniones extravagantes. En realidad no lo decía en serio, pero le gustaba interpretar el papel de abogado del diablo para mantener un ambiente divertido. Bromear con la gente siempre lo ponía de buen humor y después de hacerle un comentario particularmente incisivo a una persona, solía estrujarle la pierna en un lugar sensible a las cosquillas. Le gustaba tomarle el pelo a la gente, en todo el sentido de la expresión.

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