La última patrulla VI. Capítulo 2
A veces, Dante, tengo ganas de contarte muchas cosas. Me las aguanto, quédate tranquilo, porque bastantes rollos debo colgarte ya en mi oficio de padre como para añadir otros suplementarios disfrazado de filósofo. Comprendo que la paciencia de los hijos también tiene un límite.
Por otro lado, siempre me han parecido fastidiosos esos padres empeñados en ser «el mejor amigo de sus hijos ». Los chicos deben tener amigos de su edad: amigos y amigas, claro. Con padres, profesores y demás adultos es posible en el mejor de los casos llevarse razonablemente bien, lo cual es ya bastante. Pero llevarse razonablemente bien con un adulto incluye, a veces, tener ganas de ahogarle. Si yo tuviera quince años, lo que ya no es probable que vuelva a pasarme, desconfiaría de todos los mayores demasiado «simpáticos», de todos los que parecen como si quisieran ser más jóvenes que yo y de todos los que me diesen sistemáticamente la razón. Ya sabes, los que siempre están con que «los jóvenes de hoy son muy valientes», «me siento tan joven como ustedes» y tonterías por el estilo. ¡Ojo con ellos! Algo querrán con tanta adulación. Para joven ya estás tú.
De modo que se me ha ocurrido escribirte algunas de esas cosas que a ratos quise contarte y no supe o no me atreví. Eso sí, tendrás que prestarme un poco de atención y tener algo de paciencia.
¿De qué me propongo hablarte? De mi vida y de la tuya, nada más ni nada menos. 0 si lo prefieres: de lo que yo hago y de lo que tú estás empezando a hacer.
Hace ya muchos años cuando vivíamos en nuestro mini paraíso de Chiapas, me contaste un sueño que habías tenido. ¿Supongo que no lo recuerdas? Soñaste que estabas en un campo muy oscuro, como de noche, y soplaba un viento terrible. Te agarrabas a los árboles, a las piedras, pero el viento te arrastraba sin remedio, igual que a la niña de El mago de Oz. Cuando ibas zarandeado por el aire, hacia lo desconocido, oíste mi voz («yo no te veía, pero sabía que eras tú», fue lo que me compartiste) diciendo: « ¡Ten confianza! ¡Ten confianza! » En ese momento no sabes el regalo que me hiciste contándome tu pesadilla: ni en mil años más que yo viva podría pagarte el orgullo de aquella tarde en que supe que mi voz podía darte ánimos.
Pues bueno, todo lo que voy a decirte en adelante no son más que repeticiones de ese único consejo: ten confianza. No en mí, claro, ni en ningún sabio aunque sea de los de verdad, ni en alcaldes, curas ni policías. No en dioses ni diablos, ni en máquinas, ni en banderas. Ten confianza en ti mismo. En la inteligencia que te permitirá ser mejor de lo que ya eres y en el instinto de tu amor, que te abrirá a merecer la buena compañía.
Pero también recuerda que hay momentos en que nuestras acciones -el ir de aquí para allá, el hacer esto o aquello se desenvuelven de modo tan fácil y libre que nos parece como si todo pudiera ser de otro modo. En otros momentos, en cambio, todo aparece como rígido e inmutable, como si nada fuera libre o fácil y hasta nuestra respiración parece determinada por poderes extraños y por un destino fatal.
Las acciones llamadas "buenas" y de las cuales hablamos con placer, corresponden en general a ese tipo "fácil" y son las que olvidamos rápidamente. En cambio, los actos cuyo recuerdo nos molesta, nunca llegamos a olvidarlos. En cierto sentido, son más nuestros que los otros y llegan a proyectar sombras que se prolongan sobre todos los días de nuestra vida.
En la casa paterna -grande y luminosa, situada en una calle también luminosa de Chiapas donde vivíamos- se entraba por un ancho portal. Apenas entrando, nos envolvía una luminosidad y un agradable frescor, un húmedo aire con olor a piedras; luego nos acogía en su silencio un vestíbulo alto y fresco, cuyo piso de losas blancas subía ligeramente por la escalera que empezaba apenas cruzabas, en la sombra del edificio. Miles de veces cruzábamos el enorme portal sin reparar jamás en la puerta ni en el umbral que nos transportaba, ni en las baldosas ni en la escalera; pero siempre se trataba de un camino a otro mundo: a "nuestro" mundo. El vestíbulo olía a piedra, era alto y sombreado, y la escalera en el fondo llevaba desde las frescas paredes de nuestra casa, hacia la claridad y el luminoso bienestar. Pero siempre se chocaba primero en la sombra del vestíbulo con una atmósfera de dignidad y poder paternal, de educación y conciencia. ¡Cuántas veces la atravesaba riendo!.
Fue hace ocho años que regresaba de mi trabajo en uno de esos días en los cuales el destino acecha en las esquinas, y en que a cada momento nos puede ocurrir algo. Es como si el desorden y desequilibrio de nuestra alma se reflejaran en el mundo que nos rodea, deformándolo. El desasosiego y la angustia nos oprimen y buscamos y hallamos sus causas fuera de nosotros; el mundo nos parece mal organizado y tropezamos por doquiera con obstáculos.
Aquél era uno de esos días. Desde la mañana, aunque no había incurrido en falta alguna, me atormentaba un sentimiento como de conciencia culpable. Durante el desayuno creí advertir en los rasgos de tu madre una expresión de dolor y reproche. La leche estaba fría y desabrida. En la oficina no me vi en apuros, pero todo me había parecido triste, inútil y desolador, despertando en mí una sensación de impotencia y desesperación que se me había hecho familiar, y que me sugería la idea de que en un tiempo sin término, permaneceríamos constantemente pequeños e impotentes, prisioneros de esa estúpida y hedionda oficina. Toda la vida se me antojaba repugnante y contradictoria.
También me había disgustado con mi amigo de entonces. Yo había trabado amistad con Orlando, mi jefe.
Aquel mediodía, cuando franqueé el umbral de nuestra casa y penetré en el húmedo y fresco aire olor a sótano, en el que se agitaban mil oscuras advertencias de cosas y obligaciones molestas e irritantes, mi mente estaba absorta en mi. Lo que me tenia así no era mi persona sino otra cosa que podría llamar “mi estado”; algo que tenía en común con casi todos los muchachos de mi tipo y de mi origen y que consistía en un desenfadado modo de vivir, un pellejo duro a prueba de peligros y humillaciones, cierta familiaridad con las pequeñas cuestiones prácticas de la vida: el dinero, las tiendas, los talleres, las mercancías y los precios, la cocina, el lavado, etc.
¡Ese día la vida carecía para mí de todo! Era un sábado pero parecía lunes, un lunes tres veces más largo y monótono que los demás días de la semana.
Sí; era miedo, miedo e inseguridad lo que experimentaba en las horas en que veía alterarse mi felicidad; miedo frente al castigo, miedo frente a mi propia conciencia, miedo frente a las emociones de mi alma que yo consideraba injustas.
También ese día, mientras subía la escalera gradualmente más luminosa, y me acercaba a la puerta de vidrio, me volvió a acometer ese sentimiento angustioso. Comenzaba con una opresión en el bajo vientre que llegaba hasta la garganta, donde se convertía en sofocación o en náuseas. En esos momentos, igual que ahora, experimentaba una desagradable vergüenza, el deseo de que no se me observara, un ansia de estar solo v de ocultarme.
Con esa molesta y nauseabunda sensación, que se confundía con un verdadero sentimiento delictuoso, llegué al pasillo y al comedor. Sentía que el diablo andaba suelto y que sucedería algo. Lo sentía con desesperada pasividad.
Aún no sabía nada, era una mera intuición, un amargo desasosiego. Por lo común en esos instantes lo mejor era caer enfermo, vomitar y acostarse.
En el acto me invadió aquel recuerdo y comprendí que se avecinaba la catástrofe, que sucedería algo, que ocurriría algo prohibido y malo. Nada de huir. Pensaba, pero, en eso, ansiosa y ardientemente; deseaba escaparme, bajar las escaleras y refugiarme en mi cuarto o en el jardín... Sin embargo sabía que no lo haría, que no podía hacerlo. Ansiaba ardientemente que me oyeras en tu habitación y entraras para romper el horrible y diabólico momento que me dominaba. ¡Ojalá vinieras! ¡Que llegaras, así fuera para retarme, pero que llegaras antes de que fuera demasiado tarde!
Tosí para anunciar mi presencia, y al no recibir contestación, llamé en voz baja: ¡Dante! Todo quedó en silencio, los libros en los estantes seguían mudos; un postigo de la ventana se movió con el viento, echando un fugaz reflejo de sol sobre el piso. Nadie llegaba para librarme. y yo mismo carecía de fuerzas para luchar con el demonio interno que llevaba. Un sentimiento de culpabilidad me oprimía el corazón y me enfriaba la punta de los dedos mientras mi corazón latía temeroso. Aún no sabia lo que haría. Pero sí sabía que era algo malo.
Me acerqué al escritorio, cogí un libro y leí un título en inglés que no entendí. Odiaba el inglés. Tome dos plumitas y las guardé en el bolsillo, Dios sabe por qué, pues no las necesitaba; no me faltaban plumas. Lo hacía obedeciendo a esa presión que casi me ahogaba, a la necesidad de hacer algo malo, de perjudicarme, de mancharme con una culpa. Hojeé los papeles, vi una carta empezada y leí las palabras: "Nosotros estamos bien, gracias a Dios", y entonces las redondas letras latinas parecieron mirarme como si fueran ojos.
Luego me dirigí en silencio a tu dormitorio. Ahí estaba tu cama, debajo de la cual asomaban tus zapatos negros de la escuela. En la mesita de luz había un pañuelo. Aspiré la atmósfera de la fresca y luminosa estancia, que me evocó en el acto la imagen de mi padre, mientras el respeto y la rebelión se disputaban mi alma abrumada.
Mientras tanto había abierto uno de los cajones de la cómoda. Vi tus ropas dispuestas y en orden y un frasco del agua colonia que te agradaba; quise aspirar su aroma, pero estaba herméticamente cerrado, por lo que volví a colocarlo en su lugar.
Y de pronto aparece tu madre frente a mi me dice…
“Agradezco todo lo que has hecho por nosotros, pero esta noche tienes que irte de casa …”