EL AZOR (ACCIPITER GENTILIS)
Observar al azor ha consistido para mí, durante muchos años, sencillamente y solamente en verlo pasar;
una silueta, ahora ya gozosamente familiar, recortada en el cielo; un vuelo característico; un paso fugaz de un ave extraordinariamente discreta.
Al principio, cuando cogí la costumbre de mirar al cielo cada poco, víctima de una especie de hábito que aún hoy conservo, me plantaba, armado de paciencia, en un lugar propicio; aquí en Coahuila lo son, y mucho, las áreas de cultivo con tintes de bosque.
Muchos me habrán visto entonces, compulsivamente mirando hacia arriba, y a saber qué habrán pensado. Entre las golondrinas, reinas indiscutibles de nuestro cielo, no tardaban en aparecer otras aves que, a no haber estado al acecho, con la inestimable ayuda de mis binoculares, habrían pasado desapercibidas entre una tan persistente monotonía de plumas blancas.
Una silueta en cierta forma diferente era lo que primero apreciaba. Luego, la ausencia de partes blancas. Una observación más pormenorizada con los prismáticos podía dar como resultado o bien una golondrina más, a pesar de todo, o bien una paloma o, con la taquicardia consiguiente, una rapaz; y entre estas, un ratonero, la mayor parte de las veces (interesante pero no emocionante), un gavilán o un azor, que no es siempre fácil distinguirlos, y en ese caso ya daba yo por buena la espera, la impaciencia, el aburrimiento, el frío o cualquier otra inclemencia hasta entonces estoicamente soportada.
A veces, muy pocas, el que pasaba era un halcón peregrino, y entonces la emoción era ya difícil de contener, y casi seguro lanzaba un gritito de placer que, a los ojos de quien de lejos me observara, terminaría de presentarme como un desequilibrado: otro loco de la colina.
Azor deriva de acceptore*, y éste de accipiter*, palabra latina que debe significar algo así como el arrebatador, el que se lleva por la fuerza; uno que llega, coge lo que le viene en gana y se marcha por donde ha venido.
Su nombre lo es, así mismo, de una larguísima familia de aves de presa, los acciprítidos, con miembros tan nobles como el águila real, el águila imperial, el pigargo, y un largo etcétera que incluye aguiluchos, milanos, ratoneros, buitres…También lo es de un deporte desde antiguo asociado a la realeza y la aristocracia, la cetrería, pues cetrero viene de acceptorariu*, o sea, el que maneja al azor.
Considerado en Europa una de las más nobles aves de presa, los ingleses, sin embargo, lo degradaron a raptor de gansos (goshawk) y los franceses por su parte, tampoco parecen concederle demasiada categoría llamándolo autour de pombes, el que otea a las palomas; de esta manera, sin embrago, presentan su lado más interesante: el de alguien que observa, que está ojo avizor, pendiente de todo lo que pasa a su alrededor.
La clave del éxito del azor está en saber esperar el momento propicio. Es un especialista en el arte de observar, de ver y no ser visto. Hace un uso magistral de la ventaja que su naturaleza le ha dado: el tiempo.
Por su alimentación, carnívora, no precisa comer más que una vez cada uno o dos días, y si por fortuna para él, ha conseguido atrapar una presa de tamaño aceptable, una paloma torcaz, una ardilla, una liebre, en tres o cuatro días no tendrá que volver a preocuparse.
Tiempo a su favor; tiempo para acechar a sus presas, para estudiar sus puntos débiles, sus movimientos, sus desplazamientos, rutinarios la mayoría de las veces, y adelantarse a ellos.
Tiempo también para dormitar y reponer fuerzas, a la sombra del tronco de su árbol, disimulado entre las hojas, agazapado en su plumaje críptico, mimético, que tan eficazmente le desdibuja hasta hacerle invisible.
Abrigándose en esa invisibilidad el azor sueña, cuenta las plumas del verderón que, sin saberlo, se le insinúa desde un pino lejano. Dormido o no, el azor sueña momentos gloriosos, y otros que no lo son tanto. Dicen las estadísticas que en torno al ochenta por ciento de sus lances de caza acaban en fracaso.
Sueña el vaivén armonioso de las ramas y troncos de estos eucaliptos entre los que peligrosamente vuela, a muy poca distancia del suelo, sin ruido apenas, sin perder de vista al arrendajo, que vuela confiado a unos quince metros por encima de él, su panel alar emitiendo oportunos destellos azules. Calcula el azor que a este ritmo no tardará mucho en rebasarle y entonces vendrá lo más difícil, la escalada en vuelo prácticamente vertical de esos quince metros que le separan de su presa, quien poco espera lo que se le viene encima.
Sueña, en fin, con ese momento feliz en el que un zorzal, un verdecillo, una urraca…, en el que una becada, una tórtola turca o un mirlo van a venir, como él a diario les ha visto hacerlo, por este tramo silvoso del bosque, o a la orilla del sendero, o sobrevolando la mancha de pinos, ignorantes por completo de que allí les espera él, emboscado, y de que apenas comiencen a alejarse de este lugar, sin que sepan cómo, ni de dónde, porque no lo verán venir, recibirán el golpe fatal del azor, en virtud del cual acabarán traspasados por las aguzadas garras del pirata de la espesura, como lo llamó Rodríguez de la Fuente.
Una de las pocas veces en que tuve la suerte de ver uno posado, observaba yo unos aviones comunes junto a una zona arbolada, armado con el telescopio.
El azor llegó volando, ocultándose entre los árboles circundantes. En ese momento, por suerte, yo no estaba ante el ocular del telescopio, así que le vi llegar y acomodarse en un posadero discreto: una rama pelada de pino, disimulada entre una abundante vegetación de matorral.
De inmediato reorienté el telescopio, dispuesto a no perderme nada. Sin saberse observado, el hermoso pájaro, un macho adulto, de ojos rojos, dorso oscuro de pizarra, pecho blanco finamente barrado del mismo tono pizarra, se dedicó a observar a su vez, mirando siempre en la misma dirección, hacia el interior de la zona arbolada y cerrada de denso matorral, en cuya linde él se encontraba.
Algo, en seguida, llamó su atención. Su cuerpo esbelto se tensó; comenzó a mover, inquieto, la cabeza, los hombros. Sin perder detalle, aparentemente, de los movimientos de su objetivo, su figura entera los reflejaba en la tensión que le hacía moverse arriba y abajo.
No paré relamerme durante un cuarto de hora que, ya se imaginaran, a mí se me pasó sin enterarme, viéndolo cobrar cada vez más interés, tensarse más aún hasta, por fin, cambiar radicalmente de posición.
Echó la cabeza hacia abajo; la cola apareció por detrás de su espalda y, antes de que me diera tiempo a suspirar, había desaparecido del limitado campo de visión de mi telescopio.
Rápidamente levanté la cabeza y empecé a buscarle, tratando de anticipar por dónde iba a salir, lanzado como una flecha, pero fue en vano.
Triunfante o fracasado, la espesura de sauces y pinos y zarzas que ocultan ese lado de la salida del sendero, guardaron celosamente su secreto. Ni siquiera llegó a mis oídos el gritito de angustia, o de alarma, de la presa cobrada, o milagrosamente escabullida, y me tuve que conformar con lo que había visto, que, aunque entonces me supo a poco, hoy reconozco contento que fue mucho.